"Me avergüenza la alabanza porque me satisface en secreto".
Rabindranhat Tagore
Cuando alguien quiere hechizar a nuestro ego, nos alaba de una y mil formas. Nos acecha con sus lisonjas y aprovecha cualquier oportunidad para recordarnos lo atractivos que somos y lo brillante de nuestra inteligencia. La alabanza es un filtro mágico de oscuro poder que, mediante la repetición oportuna, logra debilitar aquella víctima que se lo permite y a tiempo no lo corta. Conforme la alabanza “da en el clavo” el ego se lo va creyendo. Es entonces cuando el halago comienza a “sonar” tan verdadero e inofensivo que se corre el riesgo de pensar que el “alabador” es el que mejor capta la calidad oculta de nuestra persona.
Cuando un ego con baja autoestima tropieza con un ilusionista que utiliza el dardo de la alabanza, experimenta algo parecido a lo que se siente en pleno desierto al beber agua fresca. Sucede que el sediento piensa que, al fin, existe alguien capaz de “catar” nuestra oculta solera. Poco a poco, conforme la alabanza repite su cantinela, el ego recién inflado teme defraudar al que tan “bellamente” nos mira. Aquí comienza el camino de la dependencia, en el que sólo complacemos por temor, comenzando sutilmente a no llevar la contraria.
Todos sabemos diferenciar el “reconocimiento” de la “alabanza”. Mientras el reconocimiento es sobrio y nace desde la gratitud y la independencia, la alabanza es un adorno que pretende y manipula. Y así como el primero nos llega al alma y huelgan respuestas y comentarios añadidos, la alabanza por el contrario, llega al ego e ilusiona a la futura víctima que, desde ese momento, se siente sutilmente “atrapada” por el deseo de continuidad de esa “emocionante” opinión ajena.
Lo que uno considere de su propia persona, será la medida en la que será considerado por los demás. Si uno no se siente con un ego digno de respeto y estima, tengamos la seguridad de que los demás no lo respetarán. Pero también sabemos que la prepotencia y la vanidad acechan, mientras no se haya logrado madurar al ego en las "noches oscuras del alma".
Desconfiemos del que nos alaba y procedamos a neutralizar cuanto antes dicha actitud. Si uno enfrenta el juego y no retro-alimenta al que nos adula, será libre para poder “bajar el listón” y expresar tanto sus lúcidos aciertos como sus fallos y sombras. En todo caso, pongamos atención a la intención sutil de los comentarios que hacemos acerca de nosotros mismos, y pasado un tiempo, quizá en vez de alabanzas, comencemos a sentir que se nos distingue y que se nos aprecia desde el alma.
Si necesitamos reconocimiento, sepamos que nuestras mejores acciones no son anónimas. Nuestro mérito está escrito en “letras de luz eterna” sobre el fondo de nuestra mirada. El amor y la generosidad que uno ponga en sus actos, siempre será reconocido por todas las galaxias. El aura humana lleva impresos nuestros secretos, así como el aroma sutil del Ser que la emana. La alabanza se dirige al ego, mientras que el reconocimiento brota desde la justicia del que valora. Decía Krisnhamurti que cuando alguien le alababa, bajaba la vista y repetía interiormente: “no permito que mi ego se crea esto”. Krisnhamurti afirmaba que tales palabras le protegían de un camino que despista de la ecuanimidad y priva de una serena distancia a lo que observa.
Cuando un ego con baja autoestima tropieza con un ilusionista que utiliza el dardo de la alabanza, experimenta algo parecido a lo que se siente en pleno desierto al beber agua fresca. Sucede que el sediento piensa que, al fin, existe alguien capaz de “catar” nuestra oculta solera. Poco a poco, conforme la alabanza repite su cantinela, el ego recién inflado teme defraudar al que tan “bellamente” nos mira. Aquí comienza el camino de la dependencia, en el que sólo complacemos por temor, comenzando sutilmente a no llevar la contraria.
Todos sabemos diferenciar el “reconocimiento” de la “alabanza”. Mientras el reconocimiento es sobrio y nace desde la gratitud y la independencia, la alabanza es un adorno que pretende y manipula. Y así como el primero nos llega al alma y huelgan respuestas y comentarios añadidos, la alabanza por el contrario, llega al ego e ilusiona a la futura víctima que, desde ese momento, se siente sutilmente “atrapada” por el deseo de continuidad de esa “emocionante” opinión ajena.
Lo que uno considere de su propia persona, será la medida en la que será considerado por los demás. Si uno no se siente con un ego digno de respeto y estima, tengamos la seguridad de que los demás no lo respetarán. Pero también sabemos que la prepotencia y la vanidad acechan, mientras no se haya logrado madurar al ego en las "noches oscuras del alma".
Desconfiemos del que nos alaba y procedamos a neutralizar cuanto antes dicha actitud. Si uno enfrenta el juego y no retro-alimenta al que nos adula, será libre para poder “bajar el listón” y expresar tanto sus lúcidos aciertos como sus fallos y sombras. En todo caso, pongamos atención a la intención sutil de los comentarios que hacemos acerca de nosotros mismos, y pasado un tiempo, quizá en vez de alabanzas, comencemos a sentir que se nos distingue y que se nos aprecia desde el alma.
Si necesitamos reconocimiento, sepamos que nuestras mejores acciones no son anónimas. Nuestro mérito está escrito en “letras de luz eterna” sobre el fondo de nuestra mirada. El amor y la generosidad que uno ponga en sus actos, siempre será reconocido por todas las galaxias. El aura humana lleva impresos nuestros secretos, así como el aroma sutil del Ser que la emana. La alabanza se dirige al ego, mientras que el reconocimiento brota desde la justicia del que valora. Decía Krisnhamurti que cuando alguien le alababa, bajaba la vista y repetía interiormente: “no permito que mi ego se crea esto”. Krisnhamurti afirmaba que tales palabras le protegían de un camino que despista de la ecuanimidad y priva de una serena distancia a lo que observa.
Si nos alaban, comprobemos el termómetro de nuestra autoestima.
Si éste está bajo, hay peligro de que uno se crea tan solo una cara de la moneda.
Si éste está bajo, hay peligro de que uno se crea tan solo una cara de la moneda.