Elogio de la tristeza
Aunque la sociedad actual parece determinada a vivir en el espejismo de la felicidad permanente, los momentos de melancolía son necesarios para una vida saludable y con sentido. En una sociedad donde el éxito, la frivolidad y la eterna juventud son los valores predominantes, el estado de felicidad se acaba convirtiendo en una obligación. Por Francesc Miralles.
Quien no lo alcanza a todas horas debe correr hacia el psiquiatra para que le recete antidepresivos –el soma de la obra de Huxley Un mundo feliz– o enrolarse en caros cursillos donde se propicia el reencuentro con el niño interior o iniciativas similares. El desánimo, no estar siempre contento, se interpreta como una señal de alerta, como si estuviéramos en el precipicio de una peligrosa depresión. La pregunta es: puesto que la tristeza es un estado de ánimo tan humano como la alegría desbordante, ¿no tendrá la melancolía una razón de ser cuando aparece? ¿Tiene sentido no querer escuchar el mensaje que nos está transmitiendo?.
Riesgos de la felicidad artificial
Aunque los anuncios de coches y de ciudades de vacaciones nos muestren un cielo siempre soleado, la climatología emocional de una persona muda de forma espontánea del entusiasmo a la apatía, de la más luminosa esperanza a la desesperación.
Son estados de ánimo que forman parte del oficio de ser humano, ya que si algo nos distingue de los animales es nuestra rica respuesta emocional ante las circunstancias externas. Toda emoción es como un parte meteorológico de lo que está sucediendo fuera de nosotros y de cómo afecta a nuestro equilibrio interno, por eso, desoír las señales supone un riesgo similar al que correría un caminante con insensibilidad al dolor. Sin el indicador de la fatiga, que le señala cuándo puede seguir y cuándo detenerse, sus piernas se acabarían quebrando.
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Lo mismo sucede con los estados de ánimo. Si cerramos la puerta al mensaje de la tristeza, cuando la crisis acabe emergiendo puede ser demasiado tarde.
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El especialista en psicología positiva Ed Diener advierte de que el concepto mismo de felicidad se ha tergiversado, dado que los vendedores de esta mercancía ofrecen desde máquinas de ozono a sesiones de hipnosis. Y, sin embargo, varios estudios han demostrado que un incremento artificial de la sensación de felicidad –siempre beneficiosa en niveles moderados– resulta contraproducente para el individuo.
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Alguien permanentemente satisfecho con su vida y con el mundo no se esfuerza por mejorar, por lo que con el tiempo ve disminuir su rendimiento. De hecho, según un estudio de la revista Perspectives on Psychological Science, en una escala del 1 al 10, los que puntuaron su nivel de felicidad en un 8 tenían más éxito que los que se situaron en el 9 (muy felices) o en el 10 (extremadamente felices). De ello concluimos que un nivel demasiado elevado de satisfacción conduce a la pérdida del sentido de la realidad y adormece nuestras herramientas personales, que muestran todo su brillo cuando nos enfrentamos a la crisis.
La melancolía como maestra
Contra la tiranía de la felicidad, muchos terapeutas reivindican la importancia de estados menos placenteros, como pueden ser la insatisfacción o el malestar, para el propio crecimiento. Dado que sin desequilibrio no hay avance, si los seres humanos fuéramos siempre felices nuestro progreso sería nulo. Sin embargo, esto no significa que debamos regocijarnos en nuestro dolor. De lo que se trata justamente es de hallarle una utilidad: no asumir la insatisfacción como una excusa para la autocompasión, sino como motor del cambio.
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Ante las borrascas emocionales, la psicóloga Cristina Llagostera recomienda adoptar la siguiente actitud: “Cuando aparece la ansiedad, es importante entenderla como una señal que nos informa de algo. No es agradable, pero acallarla sólo hará que se apague la señal, pero no el motivo que la encendió. Quizá podemos hacer algo diferente; escuchar cuál es su mensaje o qué cambios nos incita a realizar para utilizarla como una aliada que nos permite avanzar.”
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Si es cierto que el ideograma chino para “crisis” también significa “oportunidad”, cada bajón que experimentamos es una puerta abierta hacia una vida mejor. En este sentido, la maestra tristeza no sólo nos muestra algo que necesitábamos saber, sino que es un acicate para explorar nuevos caminos que de otro modo jamás habríamos intentado.
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Confundida con la depresión
En su provocador ensayo Contra la felicidad, el catedrático de literatura Eric G. Wilson arremete contra la alegría a toda costa. Y para rescatar el valor de la tristeza, pone ejemplos del mundo del arte: “¿Dónde estaríamos si nunca hubiéramos abrazado el lado sombrío de la vida, como también lo hicieron Springsteen con Nebraska, Melville con Moby Dick y Beethoven con su Quinta Sinfonía?”
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Lo cierto es que rara vez el sentimiento de placidez inspira buenos argumentos de novelas o piezas musicales. La inmensa mayoría de creaciones del espíritu están construidas en torno al dolor, la pérdida y la insatisfacción. ¿A qué se debe? ¿Será cierto que, como reconocía Charles Schulz –el padre de Snoopy–, “la felicidad no es divertida”?
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Volviendo al ensayo mencionado, Wilson distingue la melancolía de lo que la sociedad llama “depresión”: “Lo que separa a las dos es el grado de actividad. Ambas son formas de tristeza más o menos crónica que conduce a una incomodidad duradera con el estado de las cosas (…) Frente a esta incomodidad, la depresión causa apatía, un letargo que se aproxima a la parálisis absoluta, una incapacidad para sentir gran cosa a propósito de nada en un sentido u otro. Por el contrario, la melancolía genera, en relación con la misma ansiedad, un sentimiento hondo, una turbulencia en el corazón que desemboca en un cuestionamiento activo del presente, en un deseo perpetuo por crear nuevas formas de ser y de ver.”
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El problema, afirma, es que nuestra cultura tiende a confundir ambos sentimientos y trata la melancolía como si fuera un estado aberrante y una amenaza. Cuando aceptamos que la tristeza forma parte necesaria de la existencia, sentimos que participamos en el fluir de la vida. Al acoger esta melancolía que no es autocompasión, nos sentimos más cerca de lo sublime, del arte esencial de vivir y, por lo tanto, encontraremos respuestas creativas a lo que nos sucede.
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En sus propias palabras: “La melancolía nos otorga el poder de experimentar la belleza (…), cuando tenemos el melancólico presentimiento de que todas las cosas del mundo se acaban. Es la fugacidad de un objeto la que le confiere belleza, y esa fugacidad se manifiesta en sus grietas y fisuras, que son manifestaciones de decrepitud. Temer a la muerte es renunciar a la belleza a cambio de lo bonito.”
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Un dolor natural
En el prólogo de la obra The loss of sadness, el psiquiatra norteamericano Robert Spitzer afirma que “ser humano significa reaccionar naturalmente con sentimientos de tristeza a los eventos negativos que ocurren en la vida”.
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Los autores de este libro, A.V. Horwitz y J.C. Wakefield, exploran cómo la psiquiatría transformó el dolor normal en un trastorno depresivo convenientemente etiquetado con sus prescripciones farmacológicas. La vulgarización del término “depresión”, que hasta entonces había designado un trastorno grave que requería atención médica, empezó en el año 1980, concretamente con la tercera edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-III), el manual de referencia utilizado por los profesionales de la salud mental.
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Por primera vez se diagnosticaba la depresión basándose en ciertos síntomas –decaimiento, pérdida de apetito, fatiga, etc.– que se prolongaban un mínimo de dos semanas. El DSM-III en ningún momento analiza el contexto en el que se producen estos síntomas, por lo que la tristeza normal que sigue a una separación, a la pérdida de un ser querido o a un despido laboral es etiquetada como “trastorno depresivo”.
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Contra la medicalización de la tristeza, el chileno Armando Roa Vial sostiene en su Elogio de la melancolía que este sentimiento vehicula lo mejor de la naturaleza humana, ya que proporciona una expresión necesaria a nuestras perplejidades y vacilaciones.
Buenas noticias
El escritor francés Gustave Flaubert decía que “para ser crónicamente feliz, uno deber ser también absolutamente idiota”. Tal vez sea una aseveración un poco radical, pero podríamos decir que es cierto que el individuo completo es aquél que es capaz de aceptar tanto los momentos de tristeza como los de alegría. Ambos forman parte de la vida y el error de muchas personas es tomarlos como permanentes, cuando son transitorios. Hay quien, cuando es feliz, exige que esa felicidad dure para siempre y se desespera ante el primer signo de que podría perderla. También hay los que se asustan ante la melancolía, porque suponen que ha llegado para quedarse. Entender que nuestra existencia bascula entre ambos estados nos ayuda a relativizar la tristeza y a aprovechar los momentos de felicidad. Al final, como hemos visto, son sentimientos que se complementan, ya que no podrían existir el uno sin el otro.
Voy a terminar incurriendo excepcionalmente en el pecado de la autocita para darle la palabra a Índigo, la protagonista de un cuento infantil. Perdida en una odisea por el universo de los sentimientos, un pescador le entrega una botella vacía que contiene un pergamino con el lema “Buenas noticias”. La pequeña navegante lo despliega y lee lo que sigue:
“Nunca olvides esto:
- Todo sentimiento tiene su reverso, sentirse desgraciado es prueba de que se puede estar contento
- Es una buena noticia
- Cuando te encuentras solo, te das cuenta de lo bien que estarías acompañado
- Es una buena noticia
- Tiene que dolerte algo para que valores la felicidad de que no te duela nada
- Es una buena noticia
- Por eso nunca hay que temer a la tristeza, ni a la soledad, ni al dolor, pues son la prueba de que existe la alegría, el amor y la calma
- Son buenas noticias.”
Fuente: www.larevistaintegral.com